Como si
siempre estuviera flotando en el aire, algunas cosas me recuerdan a una
película de Denzel Washington, Fallen, que lanza la teoría de que la maldad es
itinerante porque es una especie de demonio que va de persona en persona, poseyéndolo
como a la niña del exorcista.
No sé
si nosotros mismos creamos el concepto y lo dejamos volar por ahí como tal,
pero la vergüenza está siempre
dispuesta a plantarse encima de cualquiera, como si fuera un demonio perdido y
omnipresente.
Estoy
seguro, además, de que se administra en dosis unipersonales ya previstas y renovables,
porque si el que llama su atención no se da cuenta de que lo ha hecho, tú
percibes desde fuera tu parte de vergüenza ajena más la propia que le
corresponde a él, y casi te hace sentir peor que si tú eres el destinatario y
emisor.
Últimamente
sufro mucho de vergüenza ajena, y de pasmo ante el cinismo, o peor aún, ante la
incapacidad de cada vez más gente, a la hora de analizar su cara pública, sus
propuestas, su trabajo, sus argumentos; a la hora de cuestionar lo ajeno sin
conocerlo, sin haber leído ni una línea; a la hora de apropiarse de lo ajeno, de subirse al tren a última hora diciendo que había comprado el billete hace una eternidad. Eso además está muy de moda.
Y es
que el hecho de que no sean conscientes de la magnitud de su ridículo no hace sino
doblar la percepción ajena del mismo.
Se me
ocurre una sugerencia de cuando iba a misa de pequeño, dedicada a todos aquellos
emisores inconscientes de su imagen pública:
Tengan
piedad de nosotros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario