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lunes, 5 de mayo de 2014

DE LA CULTURA A LA INCULTURA

No son buenos tiempos para la cultura, siempre se confía en internet para solucionar una duda. El número de ocasiones para la creatividad que se pierde, por el hábito de no llevar consigo los datos que se necesitan para relacionar las cosas que uno percibe, es incalculable. A pesar de ello, hay colectivos que exigen lo que llaman cultura en su particular acepción, privada, por supuesto.

Cultura del vino es algo que, por ejemplo, se le presupone a un francés. Estoy cansado de oír y de saber cómo allí son consumidores de sus vinos locales, nunca de otros, que saben mucho de uvas, bodegas, productores y cosechas, y que son la envidia del mundo entero, incluso de algunos italianos.

Al público catalán se le pide a menudo cultura del vino para consumir. Casi se le exige. Cuántas veces he oído eso de que “no vale la pena que compre un vino caro, porque no lo sabré apreciar”, de cualquier consumidor ya acojonado y apocado antes de ir a la tienda; o peor incluso, rebotado. Pero veamos cuáles son las prácticas del colectivo que casi insulta al consumidor mientras le exige que consuma su producto.

En los últimos tiempos todo el desarrollo del vino catalán ha venido de Francia. Se escucha mucho aún la admiración incondicional que muchos profesionales tienen por el vino y por el ambiente vinícola francés, con evidente desprecio o conmiseración implícitos por los pobres catetos locales que somos los catalanes. Francia es el espejo en el que un bodeguero tiene que mirarse, incluso para las cosas más elementales relativas a una botella.

Como por ejemplo, una vez que un bodeguero me preguntó por qué valorábamos que el vino tuviera cierta cantidad de información en la contraetiqueta, y obviamente le respondí que el consumidor tiene derecho a estar informado, y que desde luego, si alguien hace el esfuerzo, si alguien le habla al consumidor de su producto, lo lógico es que se le valore más que al que no lo hace. Me contestó que los grandes vinos franceses no llevan contraetiqueta, y que por eso él no la ponía.



Se ha llegado al absurdo en esto de la cultura del vino. Si Francia es el origen de todo lo que ha pasado en el período 1962- 2005, es evidente que muchas cosas se han adaptado “a la catalana”. Incluso demasiadas, esta entrada sería kilométrica si empezara a relacionarlas: además ya lo hemos hecho en el conjunto de las seis ediciones de La Guia. Pero una, por encima, de las demás es especialmente contradictoria.

En Francia, los diferentes tipos de uva se asocian a sus zonas históricas de producción mediante los reglamentos de las AOC. Uno no acierta a adivinar cuál es la razón por la cual, al desubicarlas y traerlas aquí, se abre la veda de los cupajes hasta el absurdo más exasperante.

En Francia, mezclar garnacha blanca con chardonnay sería mezclar el Rosselló con la Borgoña; si se añade sauvignon blanc, entremetemos también el Loire. Y si mezclamos cabernet o merlot con syrah, garnacha y cariñena, el Fitou, el Rosselló, Burdeos y el Ródano, todo en la misma botella. Hay ejemplos incluso peores, pero lo más grave es el descaro con el que se va a buscar un sabor concreto por cualquier medio, y lo sesgado del mensaje que se transmite al público.

Al restregarle a alguien por la cara que es un inculto en vino, debe interpretarse tan sólo que se le està llamando analfabeto sensorial, como decía Jesús Artajona. El resto es un bagaje aún inexistente entre los profesionales catalanes, que piensan que si el vino es líquido, cuàl es la razón por la que no debe mezclarse el de una variedad con el de otra? Y más allà incluso. Por qué unas si y otras no?

Como la respuesta no llega a tiempo ni a destiempo, la cultura francesa del vino que tanto se idolatra se tira por el suelo y se pisotea todos los años innumerables veces; esa cultura de la cual hemos aprendido tanto, tanto, que ahora al adaptamos con la mayor incultura posible siempre buscando un sabor, no el que toca sinóo otro. Para luego pedirle al consumidor que, desde luego, haga el favor de tener cultura del vino antes de acercarse una copa a los labios.

Y si no la tiene, se le enseña, hombre. Para eso están los cursos de iniciación a la cata, para los cuales normalmente se busca que varios distribuidores se estiren y dejen caer en el reparto una cajita de vino baratito de regalo. A los incautos que han picado y han pagado por el curso, se les enseña a coger la copa por el pie, a hacer la maniobra de aspiración, se le cuentan unas cuantas milongas sobre gustos y aromas, y se le explican en arameo unos pocos rudimentos técnicos que no entenderán.

El pedagogo, condescendiente, dirá a todos que es cuestión de tiempo, que hay que catar mucho para detectar en un vino todo lo que se les está diciendo. Que aún les falta cultura del vino.

Entre los pocos vinos de la cata, sin embargo, habrá incluido un Priorat baratito para impresionarlos; un Priorat cupaje de garnacha, carinyena, syrah, cabernet y merlot.

Seguro, sin embargo, que ni se le ha pasado por la cabeza que el cupaje es un disparate; seguro que les hablará de mineralidad. Nunca de que hay cosas que no se deben hacer, como por ejemplo atentar contra la historia y la cultura entera de las Denominaciones de Origen del mundo entero.

Y lo que es peor, formando parte de ella.


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