Lectors

lunes, 19 de mayo de 2014

SÓLO LO VEO YO


O eso parece. Sentados en las banquetas plegables de la plataforma de entrada al vagón, un muchacho joven y su novia transcurren, están vivos simplemente mientras esperan algo mejor de la vida. Él parece que se contenta con lo que tiene entre manos, quizá de manera demasiado evidente para el contexto público en el que se encuentra en este momento.

Impudor sería la palabra. No me importa, pero a ella sí. Se lo quita de encima como puede, no corresponde a sus solicitudes, no manifiesta amor, quizá sí vergüenza y hartazgo, hastío, no durarán mucho. Él sigue su acoso de palomo empalmado sin reparar en el ridículo espantoso que está haciendo. Le declara su amor físico y espiritual, uno con las manos y el otro oralmente, de palabra, ejerciendo el orgullo quizá tradicionalmente contrario de ser el que más quiere de los dos en la pareja. Ella calla. Él reclama la declaración recíproca, pero pública, de su boca, sólo obtiene un “claro, pero no es el momento”.

Obvio.

O eso parece. Quizá no lo es para él, que persiste en su actitud de mono cachondo, sobando su cintura e intentando bajar algo más que sibilina y gradualmente la mano hacia la entrepierna de la señorita. Mis gafas de sol me escudan, la escena es demasiado pintoresca para no llamar la atención. Pero ella, de vez en cuando, me mira para dejarme claro que sabe que soy ese cabrón que siempre está en todas partes, el que mira el ridículo ajeno y lo convierte quizá en este mismo texto un poco más tarde.

Sigue palmeando y apartando como puede las manos ajenas que se le pegan al cuerpo como si fueran las ventosas de un pulpo, sigue sorteando los labios húmedos de su novio, sigue sin responder un yo también te quiero que podría zanjar la cuestión o no, pero que en todo caso le da vergüenza. Quizá algo de sangre despistada se ha evadido al cerebro del chico cuando pregunta ofendido

¿Te avergüenzas de mí?

O eso parece, porque no la suelta, porque sigue comportándose como un chimpancé en celo, porque su novia no le ha respondido audiblemente, que es la peor de las respuestas a una pregunta de este tipo. Pero mi niño no reacciona a las señales luminosas de alarma que todo el mundo ve. Se acerca mi estación y me dispongo a bajar del tren, augurando una ruptura antes de llegar a destino, aunque no la podré comprobar.

Quizá sí: la bofetada es sonora. Se oye ya estoy harta, déjame en paz, y la chica se levanta taconeando enfadada, mirando al frente e intentando ignorar la sorpresa ajena, la risa contenida, el escarnio del pobre desgraciado que se va doblemente caliente a casa. Se para antes de sentarse junto a una señora que la mira con aprobación, y casi grita quédate donde estás, no quiero que te vuelvas a sentar a mi lado. Nunca más, interpreté yo, habría entendido yo, pero no pondría la mano en el fuego ante la mente seca y lenta del babuino rijoso que hasta hace un minuto tenía por novio.





Me apeo apostando por un desenlace próximo, aunque no inmediato,  de soledad extrema para el macho cabrío exhausto, humillado, vencido, desahuciado.

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