Lectors

martes, 29 de abril de 2014

MAL DÍA DE TREN

Hoy el tren funciona como el culo. Es uno de esos días en que no se esfuerzan siquiera en explicar nada acerca de las razones por las cuales los pasajeros de tres trenes estamos comprimidos en uno solo, lleno a rebosar, hasta tal punto que no cabe un solo pasajero más en la plataforma de entrada al vagón. Nos sostenemos unos a otros a cada movimiento del tren, que dicho sea de paso, parece como si lo llevara un novato; quizá incluso no esté muy católica la mecánica, en cuyo caso puede que no lleguemos nunca a destino.

Hay un hombre con una bicicleta grande a quien otro, muy inteligente, práctico y oportuno, le recrimina que no la comprase al menos plegable, para no molestar hoy. El ciclista, con buen criterio, no contesta siquiera, mientras el resto entero del vagón puede percatarse de la imbecilidad de la sugerencia. Otro bosteza tragándose todo el espacio circundante, enseñando al tiempo todas sus mellas y sus caries sin pudor alguno, obligando a desviar la vista de inmediato, también el olfato ante semejante escape de zyklon B, mientras un servidor piensa en las maravillas de la higiene diaria y rutinaria. El tren no avanza y los nervios aplacados de los sufridos viajeros están a flor de piel, pero resignados ante una suerte colectiva que suele ser habitual, conscientes de que no sirve para nada quejarse unos ante otros, de que ni ante ningún responsable serviría de nada. Estamos en un país muy pretencioso y vulgar, pero a menudo la realidad salta al primer plano: es una mierda de país en el que ni el tren más básico logra funcionar con regularidad.

Me quiero sentar, se oye desde debajo de un pasajero de unos treinta años, al parecer peruano, que va acompañado de un niño de unos diez años. Pero no ha sido él el que ha reclamado un asiento; se trata de otro que debe tener a lo sumo tres o cuatro años, a quien el padre sujeta de la mano. Reparo en él y me doy cuenta de que no es sólo cansancio, sino la irrealidad de ver sólo pies, rodillas, oscuridad y suelo lo que le está amargando el viaje. La cantinela se completa con un estoy cansado, me quiero sentar, en tono llorica, aunque manifiesta su hastío, razona su exigencia sólo una de cada tres veces que reclama ese reposo legítimo y prioritario, según todos los reglamentos, para un niño de su edad; pero imposible en esas circunstancias. El padre ignora nueve de cada diez veces que el niño repite, para intentar convencer al niño de un imposible; pronto ya llegamos, aguanta un poco, le dice, en esa manera tan especial de usar los adverbios que han traído consigo al cruzar el charco. Pero no tiene éxito: el niño ya ha comprendido lo que es este país, ya sabe que ha construido con dinero ajeno las infraestructuras que hacen que parezca desarrollado y solvente, sin cambiar en absoluto su esencia cateta y tercermundista. Me quiero sentar, continúa, haciendo caso omiso de las patrañas de su padre, entusiasta temporal de Renfe y comprensivo con su servicio puntualmente deficiente sólo ese día.

Su hijo no comulga con ruedas de molino. Se quiere sentar. Quizá alguien le haya explicado ese derecho fundamental de todo niño, convertido por este tiempo en el tirano por el cual todo es posible y deseable, todo sacrificio es poco, toda ñoñería puede tener lugar. Acostumbrado a vivir en Jauja, el enano no comprende que una hora de pie es una minucia para los que sabemos quién es Renfe y cómo trabaja. Se oye cíclicamente, ahora ya con una pausa muy corta de apenas un segundo entre una y otra vez, me quiero sentar, sin que sea posible una solución alternativa o una negociación que alivie el martirio ajeno.

Su hermano, sin embargo, aún no ha sido víctima de la situación. Lleva en la mano un coche amarillo que le enseña a su padre, parece que lo ha cambiado por otro en el recreo, según dice. El padre intenta evadirse del ansia explícita de reposo del pequeño, y comenta el canje mientras examina el todoterreno amarillo, una ranchera con números rojos que me recuerda a la coñoneta de Kill Bill. Por debajo una voz quejumbrosa y previsible dice quiero el coche, adquiriendo de pronto el mismo ritmo de reclamación constante, la misma pausa tan breve como exasperante entre una y otra repetición de la misma frase. Algunos pasajeros ríen, finalmente yo también, mientras el padre, entre azorado y esperanzado, por si su hijo se calla de una puta vez, le da el jodido coche a ver si se lo come. El hermano comprende, no sin una pequeña represalia; se oye Auuuu, me ha pisado, unos segundos después de que le hayan quitado el coche. Una mirada del padre, una excusa, el movimiento del tren, ha sido sin querer. Nadie se lo cree, pero no va a pasar nada. Otra sonrisilla, de nuevo silencio. Seguimos sin llegar, sin avanzar más que esporádicamente, nunca más de cincuenta metros a paso de tortuga, pensamos todos una vez concluida la distracción. Volvemos a la realidad que nos gusta menos todavía.

Pero no. Sólo durante un minuto. Me quiero sentar, continúa, porque la coñoneta no le ha solucionado el problema. Medio minuto más de martirio y comienza a lloriquear. Aparece una mano que tira de la chaqueta del padre, cambiando de pronto la estrategia: Papa, me subes? pregunta primero, para luego exigir súbeme, Papa, que alterna con una previsible evolución al imperativo aún más directo Papa, súbeme. Su padre, sin embargo, va resistiendo al ver que el tren se arrastra como una serpiente hacia su destino. Quizá la tuya sea la próxima parada, coño, pero súbelo de una puta vez, tío, que estamos hasta la coronilla de tanto estribillo, pensamos todos, aunque nadie se atreve a decirlo. Finalmente, harto él también del puteo del crío hacia todos sus congéneres, se lo cuelga al cuello. Aparece un niño cetrino, moreno y triunfante después de llorar, que consuma su victoria con una pregunta estudiada, que persigue consolidar ese paso que ha logrado, que no quiere bajarse más a ver pies y pantalones y rodillas y zapatos y chicles mugrientos pegados para siempre más en el suelo estriado de la plataforma del vagón.

-¿Puedo dormir?



Su padre asiente resignado. Es el único que ha conseguido lo que quería. Una carcajada general, por un momento, hace que no importe dónde estamos; parece que todos nos hemos dado cuenta de quién y cómo consigue lo que quiere hoy en día. Ahora Renfe puede seguir martirizándonos un rato más, es evidente que nosotros no sabemos reclamar como se debe.









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