No sé si esta percepción
es compartida, pero yo prefiero que todo el mundo se gane la vida
correctamente, ni mucho ni demasiado, porque que se comporta mejor. Los
extremos sacan a relucir lo peor de cada uno, el Jekyll que se lleva dentro,
que hay que reprimir mientras uno se esfuerza en exculpar a todos los demás de
las consecuencias de un entorno mísero y avaro.
Ahora no nadamos
en la abundancia como antes, pero no recuerdo que hace siete u ocho años la
gente fuera menos mezquina. Ni más generosa tampoco. A lo mejor con alguien
anónimo, quizá, pero todo el mundo se comportaba como el Golum a la primera de
cambio. Por supuesto gastaba más, pero sobre todo en ocio. Y si se hacía la
cocina nueva también preguntaba, como ahora, si podía ser en B al menos una
parte.
Así que las
actitudes no han cambiado demasiado, salvo en que ahora hay que pelear por un
euro mientras que antes había que pelear por diez. Es cierto que la gente no ha
cambiado, pero esta crisis ha sido al individuo lo que esta cinta de vídeo es
para Kevin Kline: saca de él lo que no conocía, porque sale a la luz.
Para algunos la experiencia es positiva, como para este hombre en el resto de la película. Pero otros ni se enteran de que su mediocridad intrínseca los ha convertido en tiburones que matan
hasta lo que no se van a poder comer, quizá para mantener el tono muscular para
la próxima vez que haga falta.
Los extremos son
malos. Si antes toda esa vulgaridad se convertía en despilfarro y ostentación
egoísta que sólo ofendía a la vista y al buen gusto, ahora se convierte en ir por la vida con el cuchillo en la boca: pero
no nos engañemos, el código ético es el mismo.
No sé cuántas
toneladas de mediocridad nos hemos encontrado desde 2008: no he contado tampoco la parte que corresponde a los Golums que se nos han cruzado. Antes esa mediocridad quizá era más o
menos inofensiva fuera del nivel racional, incluso nos divertían los golums cuando aparecían: pero ahora es hasta peligrosa.
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